Autor: Samuel Rosas. Mexicano. Estudio la Licenciatura en Economía en la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM). Actualmente funjo como Secretario General del Modelo de Naciones Unidas de la UAM. Soy miembro de diferentes iniciativas juveniles que inciden en el desarrollo social a nivel regional. Apasionado por la literatura, la gastronomía y el desarrollo sostenible.
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“Hemos de igualar para crecer y crecer para igualar”
Alicia Bárcena
Los años pasan, las administraciones cambian, pero el desarrollo en América Latina se mantiene como un objetivo atemporal. ¿Inalcanzable? Tal vez el problema radique en la perspectiva y las estrategias. Es debido escudriñar en la región con el fin de reconocer tendencias y especificidades; “lugares comunes” en la trayectoria de las naciones que le conforman.
Desde los procesos post-independentistas, el continente ha vivido convulsiones sociales, dictaduras y guerrillas; inestabilidad generalizada, incertidumbre. Múltiples vicios replicados –y arraigados- en las instituciones que se fueron forjando. En la actualidad, Latinoamérica no es la región con mayor pobreza a nivel mundial; no obstante, se erige como la más desigual. A pesar de la generación de planes nacionales de desarrollo y estrategias de cooperación y regionalización[1], los resultados han sido exiguos. Nos enfrentamos a crisis migratorias, inseguridad alimentaria, pobreza multidimensional, violencia cotidiana y múltiples retos que siguen acumulándose.
Propuestas existen; tal es el caso de la Agenda 2030 de Naciones Unidas y sus 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), al igual que la Agenda de Acción de Addis Abeba de la Tercera Conferencia Internacional sobre la Financiación para el Desarrollo. Ambas agendas dan un paso importante en el reconocimiento de problemáticas latentes en el entramado social en el que nos encontramos. De igual forma, bosquejan metas precisas e indicadores definidos; propuestas que sirven como un punto de partida para la generación de proyectos nacionales que incidan realmente en el desarrollo.
Entonces, ¿qué sucede? Como se dijo al iniciar, los años pasan, las administraciones cambian –de representantes-, pero el desarrollo en América Latina se sigue viendo en la lejanía. El problema es el trasfondo: las instituciones, la memética y la perspectiva. Por desgracia, el cortoplacismo en la elaboración de políticas públicas y agendas de desarrollo ha sido una constante. Los proyectos, al parecer, se producen con el fin de ser instaurados –aplaudidos, festejados- durante las gestiones en curso. La vanagloria no nos acerca al desarrollo. Las políticas sociales asistencialistas parecen ser inmutables. La cotidianeidad en América Latina parece estar inmersa en un círculo vicioso que afecta cualquier intento de generar un cambio.
Se ha perdido de vista que, al atender el desarrollo social, debemos generar políticas productivas y agendas fiscales progresivas. Se necesita generar una estrategia alternativa que preste vital atención en el crecimiento económico –fundamentado-, los niveles de empleo, la paulatina reducción de las brechas existentes, el desarrollo rural y urbano, así como las consecuencias que representa el cambio climático.
El verdadero progreso de la región se logrará cuando comprendamos de qué manera las esferas del desarrollo se complementan entre sí; conforme reconozcamos cómo surgen y laceran nuestros problemas endémicos. La generación de agendas nacionales deben fortalecer el papel de la interinstitucionalidad y el bosquejo de acciones que se interrelacionen entre las esferas de lo local, estatal y nacional; dar un papel importante a la cooperación con la sociedad civil y organizaciones no-gubernamentales; así como conformar indicadores precisos –y escudriño constante de los mismos- para replantear aspectos negativos y reconocer objetivos alcanzados.
La
perspectiva es clara: todavía queda mucho por trabajar.
[1] La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) reconoce dos momentos importantes en el regionalismo latinoamericano: un regionalismo cerrado, iniciado en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, el cual instaba a las naciones a trabajar a través de un modelo de sustitución de importaciones, impulso de la producción primaria e industrial; y un regionalismo abierto, afín al proceso de globalización, sustentado en la teoría de las ventajas comparativas y el libre comercio.