Por: Luis Guillermo Velásquez
Luis es miembro de la Red Centroamericana y del Caribe para el Servicio Público. Politólogo de la Universidad de San Carlos de Guatemala, profesor universitario, columnista de opinión, asesor y consultor
El retorno de la democracia en Centroamérica más allá del propósito neoliberal alrededor de liberalización de los mercados y la privatización de los servicios y bienes estratégicos del Estado[1], se visualizaba a finales del siglo XX, como una ventana de oportunidad para superar algunos males endémicos como la exclusión étnica, la pobreza y la dependencia a la agroexportación. Así como la visión gamonal de las élites sobre los asuntos públicos, el autoritarismo, el caudillismo y la violencia política. El fin de los conflictos armados, el imaginario de derechos humanos y la ampliación de libertades políticas, traían consigo retos de políticas públicas, de modernización económica y la convicción sobre el imprescindible papel de los ciudadanos en la participación política.
Para Salvador i Puig y Diego Sánchez-Ancochea, los resultados de la triple transición (guerra – paz / dictadura – democracia / modelo estatista – modelo basado en el mercado), es la formación de una democracia elitista y de un mercado excluyente. Contrario a los deseos de democratización, a excepción de Costa Rica, el financiamiento electoral y la sustitución de lo público por intereses particulares ilegítimos e ilícitos provocaron no solo el debilitamiento de las instituciones públicas sino también la cooptación de los Estados. A estas condiciones institucionales se le sumaron dramas sociales y humanitarios como la migración para la búsqueda de oportunidades de desarrollo, las pandillas en los barrios de las principales ciudades, y las redes del narcotráfico y el crimen transnacional en las fronteras centroamericanas.
La estabilidad institucional no ha sido precisamente una virtud de los sistemas políticos centroamericanos y las amenazas al orden constitucional, a excepción nuevamente de Costa Rica, han estado latentes durante los últimos treinta años, a pesar incluso de la reducción de las acciones deliberadas de los ejércitos nacionales en contra de los gobiernos de turno. En Guatemala en el año 1993, el expresidente prófugo Jorge Serrano Elías intentó hacer un autogolpe de Estado que fue detenido por la Corte de Constitucionalidad, el Ministerio Público y la Sociedad Civil. En Honduras en 2009, después de varios meses de fricciones entre el Tribunal Supremo Electoral, la Corte Suprema de Justicia, el Congreso Nacional y el Gobierno Central, una alianza tripartita de militares, empresarios y políticos, derrocó al presidente democrático Manuel Zelaya. En Nicaragua en 1990, la contrarrevolución, el fin de la guerra fría y los acuerdos de paz, forzaron a Daniel Ortega a convocar a elecciones después de su victoria electoral en 1984. Y en El Salvador en 2012, el aparecimiento de grupos paramilitares, hicieron tambalear la gobernabilidad del país.
En la actualidad, persisten las fricciones entre las regresiones autoritarias y las transiciones democráticas a lo interno de las estructuras constitucionales y de participación política de los países centroamericanos. En Nicaragua, Daniel Ortega está convirtiendo su gobierno en una dictadura por medio de la persecución, la represión y el asesinato de opositores políticos. En Honduras, los aparatos de inteligencia clandestina del Estado han asesinado a líderes campesinos, como sucedió con la activista ambiental Berta Cáceres en 2016. Juan Orlando Hernández, por su lado y aprovechándose de una frágil institucionalidad que no pudo reponerse del golpe de Estado a Zelaya, ejecutó un fraude electoral en las elecciones generales de 2017.
En Costa Rica, frente al riesgo de la victoria electoral de una fuerza política con discursos que realizaban traslaciones constantes de lo ultraconservador al odio a lo distinto, y, a pesar de la falta de certezas y al desencanto con los últimos gobiernos, los costarricenses optaron por la serenidad y reforzaron su cultura política, votando por un partido progresista en 2018. En El Salvador en 2019, ante la crisis del bipartidismo, los salvadoreños optaron por un símil de outsider, catalizador del desencanto de la política tradicional. Más allá de si podrá sortear a favor de la gobernabilidad democrática, cabe destacar que podría ser el inicio de la superación del paradigma de la guerra interna que supere la lógica de la guerra fría. En Guatemala, en el último año se ha intensificado el asesinato de líderes indígenas, mientras, que, el presidente Jimmy Morales emprendió un golpe de Estado en cámara lenta entre septiembre de 2018 y enero de 2019, cuando intentó expulsar a la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) y retó las resoluciones de la Corte de Constitucionalidad. Sin embargo, dichas amenazas al orden constitucional han quedado en un impasse debido a la cercanía de las elecciones generales. Las cuales podrían darle una salida institucional a la crisis política y comenzar a resolver el dilema entre la reforma del Estado y la reconfiguración cooptada del Estado.
Las pugnas de
poder y los hechos cíclicos-contradictorios desde el retorno de la democracia, vislumbran
dos escenarios para los próximos treinta años en la región: la formación de
autoritarismos competitivos o el rescate del Estado de derecho. En un contexto
de “cooptación del Estado[2]”,
de represión, espionaje y persecución política, así como de un excesivo miedo
al cambio y a la ampliación de nuevos derechos para las minorías sociales,
existen fuerzas políticas decididas a minar las libertades políticas y a restringir
la democracia, como sucedió durante la larga noche dictatorial en América
Central, con el propósito de retener sus parcelas de poder y continuar lucrando
en detrimento del bien común.
[1] El caso nicaragüense es traumático y contradictorio. Entre 1985 y 1990 durante el primer gobierno de Daniel Ortega hubo una política divida en dos: socialista cubana por un lado y socialdemócrata europea por el otro. Entre 1990 y 2007, durante los gobiernos de Barrios, Alemán y Bolaños impulsó políticas neoliberales y de modernización del sector público bajo la tutela de Estados Unidos. Finalmente, entre 2007 a la fecha, durante el segundo y largo período de Ortega se ha caracterizado, sobre todo, por sus pretensiones y acciones totalitarias.
[2] Como lo ha denominado Garay Salamanca.